¿No resulta llamativo que se estime o
determine en datos predominantes el grado de auge o expansión de una
población a través de sus adelantos tecnológicos, de su
maquinaria, de su armamento? ¿No es sorprendente que exista un
simbolismo fálico en las armas, lanzas, cuchillos, sables, pistolas,
en un intento de manifestar o justificar que la fuerza, la
imposición, es un signo de superioridad?
Desde el origen de la humanidad hasta
la actualidad, una sociedad ha sido principalmente evaluada por sus
avances técnicos, por la fabricación de sus armas y herramientas y
el uso predominante que éstas tenían en la supervivencia de una
comunidad. El hombre, en su categoría de varón proveedor cazador
era el encargado de su uso, relacionándolo inevitablemente con
adjetivos de fuerza, vigor y agresividad, mientras que la mujer con
sus actos pausados llevó adelante una revolución que casi siempre
pasó inadvertida: la construcción de la vida en el clan, en la
familia, con su cometido como mujer y madre. Y si la aparición de
las herramientas y armas fue fundamental en estas primeras
sociedades, hay un hecho que se nos escapa y que predomina por encima
de éstas, y que de forma invisible enlaza con el significado sexual
de la mujer, y es el hecho de que las principales innovaciones no
fueron las armas, tampoco las herramientas, sino los recipientes.
El paso del tiempo, la cultura, la
velocidad con que todo transcurre en la sociedad, altera los
símbolos, los contenidos, los hechos y actos puramente femeninos,
que de manera casi oculta pero inequívoca, entroncan y relacionan
esos utensilios como vasos, cestos, jarras, e incluso casas, con la
naturaleza propia y exclusiva de la mujer. Mujer contenedora,
recipiente de sexualidad y de vida, en contraposición clara a la
evidente fuerza masculina, pues en el hombre todo es manifiesto,
desde su musculatura hasta su sexo, significando velocidad y
competencia, mientras que en la mujer su introspección y suavidad
genital individualiza y expresa su propio significado. Los brazos y
piernas en la mujer se revelan como el receptáculo que acoge a un
niño o a un amante, y es que, al igual que esos mismos recipientes,
símbolo del hogar colectivo, todas las cavidades de la mujer, su
boca, vagina, vientre, son la imagen de su posición y revolución
peculiar, la de su sexualidad a través de los ritos de fertilidad,
no sólo de su propia maternidad, sino también de la fecundidad de
la tierra, pues ella fue sembradora y cosechadora, una obra maestra
en la economía de una familia.
No midamos pues los progresos de una
sociedad a través de su tecnología, de sus armas o de la máquina
que todo lo hace, hay otra perspectiva mucho más humana, y con
frecuencia perdida en el mundo onírico, tal vez el que esconde la
auténtica verdad.
Amparo Climent
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